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Columna
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Una manada de elefantes blancos

El aeropuerto sin aviones de Castellón triunfa en el mundo como emblema del despilfarro. Son varios los medios de comunicación internacionales que han reproducido la imagen de la obscena escultura de Ripollés inspirada en Carlos Fabra y la noticia de los 30 millones de euros gastados en la publicidad de unas instalaciones que no funcionan por un Gobierno autonómico sumido en la ruina. The Telegraph le dedicaba el otro día una crónica de titular llamativo: Spain's white elephant airport spents 30 milion euros on advertising. La expresión white elephant tiene gracia. Como la francesa éléphant blanc, se refiere a posesiones o inversiones cuyo coste de mantenimiento supera los beneficios o que solo causan problemas al propietario. Va, por tanto, más allá de la mera idea de un gasto inútil para adentrarse en los territorios de la necedad y el absurdo.

El origen de la expresión resulta esclarecedor. Parece que los reyes de Siam, donde el animal era venerado por su rareza, se acostumbraron a castigar a cortesanos caídos en desgracia con el regalo de un elefante blanco, cuya manutención y cuidado acababa por arruinarlos. De ahí la alusión a la desproporción entre la utilidad y el valor de un regalo y su coste. Un elefante blanco es, en efecto, el aeropuerto de Castellón, pero también Terra Mítica o la Ciudad de la Luz, o el Palau de les Arts, o ese gran premio de fórmula 1 que cuesta cada año decenas de millones de euros a una Generalitat que no puede pagarlos. Hay que ser imbécil, dirá alguien, para cargar de elefantes blancos el porvenir de una sociedad. Sin embargo, no son otra cosa los grandes eventos y los grandes proyectos que el PP ha prodigado durante casi dos décadas ante la admiración, incluso, de conspicuos columnistas de la prensa seria.

Como cada uno se distrae con lo que puede, a mí el titular de The Telegraph me recordó un divertido relato policial de Mark Twain, El robo del elefante blanco, lleno de mala baba. En él, un pobre diplomático encargado de custodiar a Jumbo, un paquidermo albino que el rey de Siam envía como regalo a la reina de Inglaterra, se pone en manos de la policía de Nueva York cuando, al llegar en barco, el animal desaparece. Al mando del inspector Blunt, el despliegue de detectives se convierte en un espectáculo hilarante, en el que no faltan las exageraciones de la prensa ni la retórica convertida en sucedáneo de la más mínima eficiencia. El diplomático se deja en la operación una fortuna además de las últimas dosis de paciencia para acabar encontrando a Jumbo muerto en los mismísimos sótanos de la comisaría. Sin embargo, su fe en el inspector Blunt no se resquebraja. Hasta el punto de que confiesa: "Estoy arruinado y me he convertido en un vagabundo, pero mi admiración por ese hombre, a quien considero el detective más grande que el mundo haya producido, se mantiene viva hasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días". A veces pienso que los valencianos somos tan infelices como el desdichado diplomático del cuento de Mark Twain.

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